Creo que la próxima vez que me pregunten “¿Qué superpoder te gustaría tener?” (tengo un hijo de 6 años, ese tipo de preguntas son más frecuentes de lo que crees), contestaré que me gustaría saber cuándo será la última vez de ciertos encuentros, sabores, momentos. No te dejes engañar pensando en que es un deseo con tintes melancólicos y tristes; no, al saber que no se repetirá ese preciso momento, este se saborea, se disfruta más, se atesora diferente. Digamos que es un superpoder agridulce.
Eso fue lo que sucedió en marzo de 2021, el encuentro de nosotros cuatro solos, esa fotografía, sin acompañantes, sin agregados, sin nietos, hijos, tíos, amigos… nadie más que nosotros cuatro. No es que no nos hayamos visto en años, no: nos vemos con frecuencia, pero siempre acompañados, porque la vida pasa y porque se agregan a tu primer núcleo esposo, esposa, hijos, sobrinos… –ojo, no es queja. Bueno, de uno que otro arrimado tal vez, pero así es–. En noviembre cumplo 39 años, tengo una esposa que vive para viajar, un hijo de 6 que es adicto a las albercas y una bebé que llegará en noviembre queriéndose comer al mundo; mi hermana tiene dos hijos maravillosos que son los mejores amigos del mío; y mis padres, ellos siempre están juntos. Así que siempre viajamos acompañados, a veces sin mi hermana, a veces mi padre se queda trabajando, otras veces el ausente soy yo, etc. De pronto, ese marzo de 2021, el azar nos juntó en el puerto de Veracruz, por razones que no escribiré por acá –porque no quiero condenarte a las mil palabras–, estábamos solo los cuatro, en cuatro camastros, como no ocurría desde las vacaciones del verano de 2003, la última vez que nos fuimos los cuatro juntos; yo de 20 y mi hermana de 10. Después preferí las vacaciones con los amigos y las de la universidad, mis padres se mudaron a otro estado, mi hermana se volvió una adolescente.